Una de las convicciones que han ido madurando a lo largo del proceso sinodal es la de que la Iglesia existe para evangelizar. «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, nº 14). Es lo que el Sínodo llama misión y sitúa en relación y dependencia de la comunión y de la participación. Todo lo que el Sínodo plantea lo hace con miras a la misión. Hace pocos días, escuchábamos en Zaragoza la ponencia del obispo Francisco Conesa titulada «Sinodalidad y misión». Y en la misma, el énfasis en la idea de que la sinodalidad es un camino de renovación espiritual y de reforma estructural para hacer a la Iglesia más participativa y misionera, es decir, para hacerla más capaz de caminar con cada hombre y mujer irradiando la luz de Cristo (Documento final, nº 28).
Ahora bien, es necesario precisar algo más el carácter de dicha misión evangelizadora. Siempre me ha llamado la atención al respecto la insistencia de Francisco en distinguir evangelización de proselitismo, por ejemplo, cuando afirma: «La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción» (Evangelii gaudium, nº 14). Distinción que se repite en muchas de sus intervenciones. Cuando Jesús dice: «Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que viajáis por tierra y mar para ganar un prosélito, y cuando lo conseguís, lo hacéis dignos de la ‘gehenna’ el doble que vosotros» (Mt 23, 15) ¿a qué se está refiriendo?¿dónde se encuentra la sutil diferencia entre proselitismo y evangelización?
Cuando Francisco llama a los laicos discípulos misioneros, y el interés evangelizador del momento se focaliza en el primer anuncio, con la propuesta en firme de formar en las parroquias equipos de primer anuncio, y comenzamos a hablar de una Iglesia en salida… ¿no estaremos pensando en parejas que llaman a las puertas de las casas cual comerciales, o cual Testigos de Jehová, para anunciar a las gentes que Dios te ama y que Cristo ha muerto por ti? ¿O tal vez en una estrategia digital que lanza de forma indiscriminada mensajes religiosos en las redes creyendo que por ello estamos evangelizando el continente digital? ¿O estamos pensando en un perfil de tele predicadores? Porque, en cualquier caso, el kerigma, o primer anuncio, no tiene en absoluto una virtualidad mágica por la que, al pronunciar el nombre de lo sagrado, la sola fuerza de la palabra vaya a despertar en el prójimo la conversión deseada. Al arte o ciencia oculta con que se pretende producir, valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la intervención de seres imaginables, resultados contrarios a las leyes naturales, se le llama magia.
La Iglesia en salida, por el contrario, es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo (Francisco, Evangelii gaudium, nº 24). Pablo VI establece la relación entre evangelización y promoción humana y se hace la pregunta de ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del ser humano? (Evangelii nuntiandi, nº 31). En una línea parecida se mueve el Sínodo Diocesano de Zaragoza, cuando plantea en una de sus dos tesis principales que la Iglesia tiene como misión anunciar el evangelio al mundo compartiendo sus angustias y esperanzas (¿Y si lo celebramos como se merece?), y expresa, al hablar de una Iglesia evangelizadora y misionera, que queremos vivir una opción preferencial por los pobres, comprometiéndonos con el hombre de nuestro tiempo en la solución de sus problemas sociales, humanos y religiosos, colaborando con otras personas, instituciones o entidades en el trabajo por lograr una sociedad más humana y más justa. Deseamos ser una Iglesia misionera… (Propuesta nº 17). La misión entonces no consiste solo en predicar la palabra fuera de un entorno religioso, sino, además, hacerlo con obras y palabras inseparablemente unidas, con una implicación profunda en lo humano y con un estilo que tiene forma de testimonio. Solo esta comprensión de la misión hace justicia al carácter complejo de la acción evangelizadora, pues en la misma, tan necesario como el anuncio explícito es, de forma complementaria, la renovación de la humanidad, la evangelización de las culturas, la importancia primordial del testimonio, la comunidad y el apostolado (Evangelii nuntiandi, nº 17-24).
El Documento final del Sínodo habla de primer anuncio sólo una vez, en relación con María Magdalena y la resurrección de Cristo (Documento final, nº 60); pero sí que habla, y mucho, de misión (101 veces). Una misión que tiene como sujeto comunitario e histórico al Pueblo de Dios, no a la jerarquía. Es el Pueblo de Dios el que anuncia y testimonia la buena nueva de la salvación viviendo en el mundo y para el mundo, camina junto a todos los pueblos de la tierra, dialoga con sus religiones y culturas, reconociendo en ellas las semillas de la Palabra, avanzando hacia el Reino (Documento final, nº 17). En este sentido, la propuesta misionera del Sínodo enlaza, por un lado, con la tradición magisterial de compromiso de la Iglesia con la humanidad, pero, por otro, es dependiente y está condicionada por un real ejercicio de la sinodalidad en la misma. La disponibilidad de escuchar a todos, especialmente a los pobres, la igualdad fundamental de todos los bautizados, el modo sinodal de vivir las relaciones, el acceso efectivo a funciones de responsabilidad por hombres y mujeres, la práctica del discernimiento eclesial, la revisión de los procesos de toma de decisiones, la promoción de la cultura de la transparencia y la articulación de los procedimientos de evaluación y rendición de cuentas, una posición más decidida para escuchar con particular atención y sensibilidad las voces de las víctimas de abusos, el trabajo por la igualdad de todos los bautizados, la ampliación de las oportunidades de participación de los laicos, la operatividad y obligatoriedad de los órganos de participación, la celebración regular de asambleas locales y regionales, la promoción de determinados ministerios, la verificación del carácter sinodal de los caminos de la iniciación cristiana, y, en general, de los itinerarios formativos y de las instituciones encargadas de ellos…, entre otras líneas de conversión y reforma, constituyen hoy en día la condición necesaria para la misión de la Iglesia en el mundo. Una misión evangelizadora, por tanto, que hunde sus raíces y depende fundamentalmente de la sinodalidad como camino de renovación espiritual y de reforma estructural. Practicado con humildad, el estilo sinodal puede hacer de la Iglesia una voz profética en el mundo de hoy (Documento final, nº 47). Como nos recordaba el obispo Conesa: «si somos una Iglesia sinodal, seremos un signo profético respecto del mundo» (VII. Juntos por la misión, 1:22) .
A ver si va a resultar que, entusiasmado como parece estar el personal con lo del primer anuncio como la opción misionera del momento, nos estamos dejando la casa sin barrer y dejamos reducida la sinodalidad a una simple cuestión de mejora de la comunicación interna, cuando tenemos una gran e ilusionante tarea por delante. «La Iglesia sinodal para la misión, ahora necesita que las palabras compartidas vayan acompañadas por hechos. Este es el camino» (Francisco, Saludo al final de la Asamblea).
Emilio Aznar Delcazo. Diócesis de Zaragoza


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