Llama poderosamente la atención el detalle con el que el Documento final explica cómo se tienen que llevar a cabo las consultas en la Iglesia, tales como delimitar bien las materias sobre las que se quiere tratar, señalar desde el principio el valor que se le otorga a la consulta, si tiene solo carácter consultivo o se le otorga carácter deliberativo, a quién corresponde la decisión final, el acceso a la información que ha de facilitarse a los participantes para que puedan formular su opinión, etc. (1) Así como la responsabilidad por parte de los participantes de ofrecer una opinión sincera y honesta, respetar la confidencialidad de las informaciones y ofrecer una formulación clara de su opinión, de modo que la autoridad pueda explicar cómo la ha tenido en cuenta en su deliberación. Y, una vez formulada la decisión por parte de la autoridad competente, habiendo respetado el proceso de la consulta y expresado claramente las razones que la motivan, la obligación de todos de respetarla y ponerla en práctica, sin perjuicio del deber de participar también en la fase de evaluación (Documento final, nº 93).
Hasta tal punto es decisiva esta práctica que, por un lado, la legislación vigente ya prescribe los casos en los que la autoridad está obligada a consultar antes de tomar una decisión y, por otro, la autoridad pastoral tiene el deber de escuchar a quienes participan en dicha consulta, no pudiendo actuar como si no los hubiera escuchado. Es más, no se apartará del resultado de la consulta, si no hay una razón que prevalezca, en cuyo caso deberá explicar convenientemente dicha razón (Documento final, nº 91).
Por tanto, nos encontramos con una figura canónica, la de la consulta, que, sin embargo, no parece ser la forma ordinaria de proceder en la Iglesia. De ahí que los canonistas insistan en que la legislación vigente ofrece muchas más posibilidades de participación y asunción de responsabilidades que las que habitualmente se tienen en cuenta. La misma Asamblea del Sínodo hace un llamamiento a la plena aplicación de todas las oportunidades ya previstas en relación, por ejemplo, con la función de las mujeres, en particular en los lugares donde aún no se han desarrollado (Documento final, nº 60). El Documento, en el nº 92, pide reexaminar la fórmula recurrente en el Código de Derecho Canónico cuando habla de un «voto solo o meramente consultivo» en el sentido de que ese voto consultivo adquiere toda su importancia cuando se articula debidamente con la toma de decisiones que compete a la autoridad competente.
Con el fin de fomentar la participación más amplia posible de todo el Pueblo de Dios en las decisiones que afectan a la misión de la Iglesia, el Documento final no se queda solo en lo que el Derecho contempla (y tan poco se lleva a la práctica), sino que propone, además, promover procedimientos que hagan efectiva la reciprocidad entre la asamblea y quienes la presiden, en un clima de apertura al Espíritu y confianza mutua, en busca de un consenso lo más amplio posible y de una correcta articulación entre consulta y deliberación, según el antiguo axioma patrístico del nada sin el obispo, nada sin el consejo de presbíteros y diáconos y nada sin el consentimiento del Pueblo.
Por estas tierras hemos insistido en que los consejos sean más decisorios (Diócesis de Zaragoza. Síntesis diocesana, C 1.7) y que, en cualquier caso, todos sean escuchados en los procesos de toma de decisiones (Diócesis de Zaragoza. Síntesis diocesana, C 2. 4-5). Pero lo que realmente queda sin concreción es qué tipo de decisiones requerirían una consulta formal tanto en lo que se refiere a los párrocos como al obispo diocesano. En la vida de una diócesis o una parroquia existen muchos temas que pueden y deben ser sometidos a la consulta del Pueblo de Dios, sobre todo los que se refieren a la pastoral y les afectan directamente (2). Organizar los horarios en una parroquia, la atención a los necesitados, la orientación de la catequesis, en qué se gasta el dinero, o el tipo de grupos y de movimientos que son necesarios para la misión parroquial, por ejemplo, no deberían ser decisiones que dictara el párroco sin ningún proceso de consulta. Y no digamos nada de la diócesis: prioridades evangelizadoras, organización, creación de delegaciones y de vicarías, planes pastorales, orientación del seminario, atención a los sacerdotes, criterios en materia de nombramientos, inversiones estratégicas, etc., etc., etc., tampoco pueden ser la mera consecuencia de una personalísima línea episcopal cuyas referencias consultivas se limiten a un estrecho grupo de colaboradores o a unos consejos diocesanos a los que, por lo general, no se les consulta, sino que se les informa.
Nada que ver con la importancia, trascendencia y centralidad con la que el Documento final aborda esta cuestión, ni con el valor que le confiere a la consulta como forma ordinaria de gobierno. Además de ser cauce de participación y fuente de una mayor implicación e identificación eclesial de los cristianos, en la figura de la consulta está en juego sobre todo el acierto de la Iglesia en sus decisiones. Pues, si todos los creyentes poseemos un instinto para la verdad del Evangelio (Documento final, nº 22), y el santo Pueblo de Dios no puede equivocarse al creer cuando la totalidad de los bautizados expresa su consenso universal en materia de fe y de moral (cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium 12), la exclusión de un gran sector de la Iglesia de los procesos de toma de decisiones plantea el interrogante de si nuestra Iglesia está realmente anunciando y testimoniando la Buena Nueva de la salvación, viviendo en el mundo y para el mundo, caminando junto a todos los pueblos de la tierra y avanzando hacia el Reino. Por eso, la Asamblea sinodal, para el progreso del Pueblo de Dios, insta a una correcta y decidida puesta en práctica de estos procesos sinodales en la toma de decisiones y sentencia de forma categórica que «sin cambios a corto plazo, la visión de una Iglesia sinodal no será creíble y esto alejará a los miembros del Pueblo de Dios que han sacado fuerza y esperanza del camino sinodal. Corresponde a las Iglesias locales encontrar modalidades adecuadas para poner en práctica estos cambios» (Documento final, nº 94).
La cuestión entonces es la de cómo pasar de una cultura eclesial a otra y la de determinar qué tipo de análisis, discernimiento y propuestas hemos de poner en marcha en esta fase de implementación para hacer posible este cambio. En ocasiones, puede ser algo tan sencillo y elemental como organizar una encuesta (Las parroquias de la Presentación y de Santa Rafaela María, lo han hecho recientemente). En otras, se trataría simplemente de respetar la naturaleza de los consejos diocesanos en cuestiones como el diseño y aprobación de los planes pastorales. Finalmente, cae por su propio peso que los grupos sinodales activos deberían participar en la elaboración del plan de trabajo diocesano para la implementación del Sínodo. Como dice Francisco Conesa, de lo que se trata es de evitar un estilo autocrático de gobierno y eliminar conductas autoritarias (y paternalistas, añadiría yo), que producen escándalo al pueblo de Dios y ponen en peligro la vida de la Iglesia. Por el contrario, sería preciso promover un estilo de gobierno participativo, contando siempre con los consejos y las demás estructuras de sinodalidad, y abriéndose a la escucha de todos.
Se trata, en definitiva, de dar a la consulta en la práctica ordinaria el valor que la Iglesia le reconoce.
Emilio Aznar Delcazo. Diócesis de Zaragoza

(1) Cf. Francisco Conesa, Cómo ser una Iglesia sinodal misionera (Claret, Barcelona, 2025), 111.
(2) Cf. Ibídem

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