Este dicho de nuestra lengua encierra una verdad que convendría revisar en nuestras relaciones. ¿Y esto qué tiene que ver con el Sínodo?
En el Concilio Vaticano II se permitió decir la misa en la lengua vernácula. Y así empezamos a enterarnos algo más. Tuvimos la sensación de que aquella celebración era algo que nos afectaba a todos. Pasaron unos años y lo que parecía ser algo de todos para todos se convirtió en un muro de incomprensión y alejamiento.
La sociedad fue cambiando en la forma de comunicarse, pero nuestra Iglesia hizo unas traducciones de los textos bíblicos y, sobre todo, litúrgicos cargados de una teología que muy pocos comprendían. Un elemento más que contribuyó a la desbandada que estamos viviendo en la Iglesia de nuestro primer mundo.
Los sacerdotes predican con palabras castellanas pero de difícil asimilación. Es, como suele decirse, como quien oye llover y no se moja. ¡Qué difícil resulta hoy salir de una eucaristía empapado del mensaje de Jesús!
Y llegó el Papa Francisco y… ¿Y si preguntamos al Pueblo de Dios acerca de los temas que más importan para sentirse mejor en la Iglesia? Y en la preparación del Sínodo han ido surgiendo valientemente asuntos que no estaban en la dirección de caminar juntos.
Yo recojo la inquietud de muchos cristianos que quisieran escuchar no sólo palabras comprensibles sino sobre todo ideas, reflexiones, oraciones y lecturas cercanas, próximas a nuestras vidas corrientes. Habrá que revisar los textos litúrgicos.
No es un aspecto baladí. Alguien tiene que enseñar a los sacerdotes de hoy y de mañana a hablar para que el contacto con Dios sea una agradable conversación. Que se hable para alguien, que se lea para los que escuchan, que se rece con el corazón de la gente de hoy.
Pongámonos a ello. No pasa nada por cambiar las formas, si se consigue mejor lo que buscamos en el fondo. Nos entenderemos mejor.
Antonio Aguilera Sánchez

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